martes, 23 de septiembre de 2014

Un cuento de Consuelo Tapia



La marca roja
(Consuelo Tapia)


Fue un día de invierno de 1957 cuando Marina bajó de la micro al final del recorrido, justo entre Valdivieso con Presidente Lincoln. Llovía con gran intensidad. Ella no tenía paraguas ni botas. Se acomodó el abrigo y miró con desaliento hacia Eisenhower, la última calle de la población, enclavada en el cerro.

     La subida hasta su casa se le haría interminable. La chiquilla ya preparaba su ánimo, porque cuatro calles más arriba, por cada paso que diera, sus zapatos se enterrarían en el barro, por lo que decidió sacárselos.

     Ya estaba por anochecer. Todos subían las anegadas calles con rapidez. En su mayoría eran obreros, de ambos sexos, que trabajaban en las fábricas ubicadas en la comuna de Conchalí. A ratos se escuchaba la voz de alguno exclamando un garabato, maldiciendo a cuanto pariente se le ocurriera. Luego, silencio. Una calle más arriba, una mujer mayor tropezó y cayó al barro, Marina y un hombre le ayudaron a pararse. Llegó el momento de despojarse de los zapatos, el contacto directo con el barro helado estremeció su cuerpo, pero hizo de tripas corazón y emprendió el último ascenso. A esas alturas de la subida ya se encontraba sola, podía desahogarse sin temor a ser escuchada.

     Con el barro casi hasta las rodillas encausa la rabia contra su padre, él y sus ideas políticas tienen la culpa de todo. Ya han pasado varios años desde que salió elegido el presidente que, según sus compañeros, los traicionó después de llevarlo al poder.

     Marina siempre se ha hecho las mismas preguntas: ¿Qué culpa teníamos mi mamá, mis hermanos y yo? ¿O será que a nosotros también nos han puesto una marca roja al lado del nombre?

     Sin encontrar a nadie que le sepa responder, Marina solo sabe que su papá no encuentra trabajo y que por eso los ha llevado a vivir a ese lugar inhóspito. La muchacha toma un descanso, ya no queda más subida, pero le falta sortear un último escollo: los malditos perros del canuto Alcaíno. Ahora avanza con los zapatos en una mano, sin soltar el paquete que lleva bajo el abrigo con algunas cosas que ha comprado para sus hermanos pequeños con el primer sueldo ganado en la fábrica textil donde se desempeña como cortadora de hilachas. Lista para emprender la carrera se acerca a la casa del susodicho, con sigilo mira buscando la figura de los dos pastores alemanes que, una vez que la divisan, salen enfurecidos tras ella.

     Por suerte, los perros del canuto no estaban. Agradeció a la lluvia, caminó en línea recta. Ya estaba a pocos metros de su actual morada, pero la nostalgia por la casa antigua, ubicada en un cité de la calle Toesca, retrasan su arribo. Sus pasos son lentos mientras piensa con pena en los días cuando, con el dinero que ganaba por ayudar con el planchado y el aseo de la casa parroquial, podía, junto a sus amigos, ir a la matiné a ver las películas de Errol Flint, Clark Gable y Tirone Power. Ya está a un paso de la pirca que separa la casa de la calle.

     Al fin llega, entra a la cocina y mira con impotencia que, desde diferentes partes del techo, caen goteras que forman pequeños charcos en el piso de tierra. Con los pies cubiertos de barro y con los ojos gotereando lágrimas de rabia, se dirige a la pieza que les sirve de dormitorio pensando en cómo su padre los ha podido llevar a vivir a una población con nombre gringo.

     A su mente llegan los nombres de las calles que ha tenido que subir: Jefferson, Wilson, General Clark, Lincoln, para llegar a Eisenhower donde se encuentra la casa, si es que se puede llamar casa a tres piezas de tablas con un techo de fonolas que casi se las llevó el temporal del otro día.
     Ya en el dormitorio se quita el abrigo empapado. En ese momento entró su madre llevando un lavatorio y un jarro con agua caliente. Los dejó en el suelo, luego la ayudó a desprenderse de toda la ropa mojada para, después, lavar sus pies.

     Limpia y con ropa seca, Marina se dio cuenta de la presencia de su hermana menor, quien no despegaba la mirada del paquete que estaba sobre una de las camas.

   —¿Qué hay ahí? ¿Es algo para la mamá? —preguntó con curiosidad.

Para ella,  con sus cinco años, no había nada más importante que el contenido de esa envoltura con papel humedecido.

     La pequeña no tiene idea de lo que le ha costado a su hermana llegar a casa y menos imagina que, durante días, ella, con sus 16 años, se ha hecho pedazos las manos de tanto cortar y cortar hilachas con las tijeras.

 —Mari, si quieres te ayudo a guardar lo que hay en el paquete que dejaste ahí —dice la pequeña.

     Sin contestar acarició los cabellos de la niña. Luego, un agradable olor proveniente de la cocina le hizo caminar hacia ella, seguida de su hermana. Su madre está cerca del fogón: «Ven, hija, ya está servido». Marina se acerca a la mesa, ante ella hay un plato con sopaipillas y una humeante taza de café de higo.

     Se sentó y empezó a comer. En medio del sonido de la lluvia se escucha un silbido, es su padre avisando su llegada. Al entrar, ella lo mira; el hombre venía con los zapatos en la mano, empapado. A Marina no le importa, él es el culpable de todas sus desgracias. En un instante todo cambió, la lluvia se detuvo, la cara de su madre esbozó una sonrisa al ver un sobre que contenía la paga de una semana de trabajo, después de muchas sin recibir nada.


     Con la buena noticia, Marina se sentía contenta. A la luz de un choncho a parafina, conversaba con su hermano. Ahora hacen planes. Con el sueldo de su padre, el de ella y lo que él ganará en la fábrica de plásticos podrán ahorrar para cambiarse de casa y quizás les alcance para ir al cine Gardel, aunque este sea un galpón de tabla ubicado en la calle Valdivieso.

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